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A cada verano balear le cae un plan piloto porque a los gobiernos de turno les gusta sacar pecho y mostrar su celo profesional. Dice la presidenta del Govern balear que va a implantar un plan que va a ser la fuente de la que extraer «datos objetivos, no solo percepciones» para organizar el tinglado que se monta con el «éxito turístico» cada temporada alta. Un planazo en Sol mayor. Se va a apoyar en sensores para medir la saturación porque si yo hago una cola de tres horas achicharrada en una carretera que me lleva a la playa, o si no puedo caminar por mi ciudad porque no hay hueco en las calles con tanto crucerista, no son más que espejismos de mallorquina quejica. Como soy una periodista de vieja escuela, me voy a uno de los «puntos calientes» para comprobar si estamos o no saturados. No sea que mi percepción me lleve a engaño. Sóller es mi destino.

Antes de salir, me pregunto por qué la presidenta que defendió al director de la opacidad de su gobierno, Jaume Porsell, cuyo agroturismo en el Port d’Andratx carece de licencia, se atreve a cuestionar datos aportados por profesores de la Universitat balear en su trabajo concienzudo y riguroso en materia turística como Ivan Murray o Ernest Cañada. Ambos acaban de publicar El malestar en la turistificación, una pedrada a los tozudos que insisten en mantener este modelo turístico aún comprobando, como yo en mi visita a Sóller, que Mallorca no acabará bien.
Los estragos del boom turístico se miden en pérdida de calidad de vida para los indígenas, en el encarecimiento de los productos básicos, en alquileres inasumibles que no permite a los trabajadores que vienen a hacer la temporada ahorrar nada. Por no hablar de la menudencia de los estragos en el medio ambiente con esa huella que dejan los millones de personas que van a volver a hacer de isla Ratonera su paraíso infernal. ¿Ha dicho Ratonera? Sí. ¿No ha visto las imágenes de la sala de facturación del aeropuerto de Palma? Entre dos y tres horas de espera, vuelos perdidos, nervios. Sálvese quién pueda.

Sóller, fines de abril, salida del túnel colapsada, coches aparcados en la carretera, la calle de la Lluna como Sant Miquel los días de llegada de cruceros, los tranvías atestados. Solo el olor a azahar de los naranjos, el círculo de las montañas y la belleza de algunas de las casas de los indianos recuerdan la belleza de este municipio de la Tramuntana. No es percepción. He mirado los precios de las casas en una de las tantas inmobiliarias. La más barata 600.000 euros por poco más de 100 metros cuadrados. Sin vistas. Los precios en bares, restaurantes, a tono con el precio de las casas. ¿Qué mallorquín de a pie tiene semejante holgura? Ya se lo digo yo. Muchos. Porque no me explico que con ese malestar que genera la turistificación, la pérdida de derechos y calidad de vida que conlleva y el cambio climático no nos hayamos echado aún a la calle como sí han hecho los canarios.